Se vuelven diarias las noticias de asesinatos de líderes sociales y defensores de derechos humanos, sin que el Estado lo impida o cuando menos sea capaz de desentrañar lo dramático de lo que está ocurriendo.
A los que se atreven a alertar con sus propias palabras —precisas o no—, a los que de alguna manera intentan descifrar la experiencia de violencia que se vive en sus territorios también los quieren silenciar.
Es el caso de monseñor Darío de Jesús Monsalve. El arzobispo de Cali habló de “un espíritu de venganza” para referirse a los inicios de la campaña política que llevó al presidente Duque al gobierno. Se refería, quizás, a la lógica del desquite sobre la que el uribismo armó su regreso al poder. Una suerte de retaliación, fácilmente comprobable, contra los que se atrevieron a apoyar el proceso de paz con la guerrilla de las Farc.
La palabra “venganza”, que aquí podría leerse como el contrario de reconciliación, desató todo tipo de reacciones. Monseñor no solo habló de venganza, sino que agregó a nuestro necesitado diccionario político la idea de una “venganza genocida” contra las organizaciones sociales y los procesos de paz en curso. Y quién dijo miedo. De guerrillero con sotana no lo bajaron los más tímidos.
La autoridad eclesiástica, en cabeza de la Nunciatura Apostólica, salió incluso a desmentirlo. Abogan, en su religiosa, política y en últimas leguleya esquela de respuesta a lo que dijo el obispo, que el concepto de genocidio debe ser usado según las debidas reglas internacionales.
La palabra “genocidio” se está usando “a la ligera”, argumentan. Mientras tanto, afrodescendientes, campesinos, indígenas y excombatientes están siendo aniquilados por su defensa de lo pactado, del territorio y de los derechos humanos.
No los trasnocha el asesinato en serie de personas que firmaron un acuerdo de paz con el Estado colombiano, o que lo resguardan, pero, por el contario, llaman al buen uso del derecho humanitario.
Se vuelven diarias las noticias de asesinatos de líderes sociales y defensores de derechos humanos, sin que el Estado lo impida o cuando menos sea capaz de desentrañar lo dramático de lo que está ocurriendo.
A los que se atreven a alertar con sus propias palabras —precisas o no—, a los que de alguna manera intentan descifrar la experiencia de violencia que se vive en sus territorios también los quieren silenciar.
Es el caso de monseñor Darío de Jesús Monsalve. El arzobispo de Cali habló de “un espíritu de venganza” para referirse a los inicios de la campaña política que llevó al presidente Duque al gobierno. Se refería, quizás, a la lógica del desquite sobre la que el uribismo armó su regreso al poder. Una suerte de retaliación, fácilmente comprobable, contra los que se atrevieron a apoyar el proceso de paz con la guerrilla de las Farc.
La palabra “venganza”, que aquí podría leerse como el contrario de reconciliación, desató todo tipo de reacciones. Monseñor no solo habló de venganza, sino que agregó a nuestro necesitado diccionario político la idea de una “venganza genocida” contra las organizaciones sociales y los procesos de paz en curso. Y quién dijo miedo. De guerrillero con sotana no lo bajaron los más tímidos.
La autoridad eclesiástica, en cabeza de la Nunciatura Apostólica, salió incluso a desmentirlo. Abogan, en su religiosa, política y en últimas leguleya esquela de respuesta a lo que dijo el obispo, que el concepto de genocidio debe ser usado según las debidas reglas internacionales.
La palabra “genocidio” se está usando “a la ligera”, argumentan. Mientras tanto, afrodescendientes, campesinos, indígenas y excombatientes están siendo aniquilados por su defensa de lo pactado, del territorio y de los derechos humanos.
No los trasnocha el asesinato en serie de personas que firmaron un acuerdo de paz con el Estado colombiano, o que lo resguardan, pero, por el contario, llaman al buen uso del derecho humanitario.