“Aquí entre nos, prefiero a un procurador con agenda moral que política”. Eso escribió alguna vez María Isabel Rueda, no obstante que Ordóñez, además de religión (su “agenda moral”) también hace política.
Es más, con su cruzada anticorrupción el procurador se va a hacer reelegir. Y no hay nada más político que verlo (o imaginarlo) impartiendo justicia disciplinaria: descabezo acá, descabezo allá, pero que todo se haga de la manera más ecuánime (léase vistosa) posible. A Uribe le quitó a Arias, que igual ya no tenía mucha presentación, pero le limpió de dudas la reelección. Y cuando hubo quejas, como en efecto las hubo con la absolución inicial de Sabas Pretelt (otro que no tenía salvación), entonces retrocedió. Como cualquier político versátil lo habría hecho.
Si en ello no ve algo de política la periodista de El Tiempo, tampoco es de esperar que entienda que con eso que llama “agenda moral” el procurador ha ido aún más lejos, hasta lugares que ni el propio presidente alcanzaría. Debido a Ordóñez un modelo de vida conservador, monacal, homofóbico, machista y misógino ha sido defendido desde la institucionalidad. Y con los recursos de los ciudadanos. Esa es (o por lo menos debería ser) la definición misma de política: el poder sobre los comportamientos de los demás, y que además paguen por ello.
Pronto veremos a Simón Gaviria, el delfín que llegaba a airear con sus ideas los corredores del Congreso, vistiendo las tiranticas de Yamhure. Insoportable. Y tanto apoyo al procurador (incluido el del joven Gaviria, que en sus treintas y desde la presidencia de la Cámara se dice liberal), que porque sus labores frente a la corrupción son encomiables.
Ni modo. Hoy es la corrupción, mañana será la guerrilla, la pobreza, o cualquier otro mal legendario. Da igual. El “a pesar de su agenda moral” se queda. Como si fuese cualquier cosa.
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