Es ya un lugar común pedir que se le ponga fin al zoológico.
Lo último que supimos de su decadencia provino de una jirafa con buena salud cuya vida le fue arrebatada por razones de higiene genética. O eso dijeron. Su cuerpo fue diseccionado en plan educativo ante una horda de curiosos con celular y lo que quedó fue a dar a unos aburridos leones sin demasiada melena.
Para muchos, esta es una muerte normal y la quejadera es pura cantaleta originada en insufribles olas de pensamiento hipster. Después de todo, millones de vacas y cerdos mueren a diario sin que las redes sociales colapsen y algún sobreactuado se lance a hacer ejercicios comparativos con los nazis.
Todo esto y más puede que sea cierto. Pero a los ilustrados daneses algo les salió mal. Por esta vez las barras de metal se mostraron como lo que son: jaulas. Por un instante en la historia teatral de los zoológicos, el telón de fondo se rasgó y sus actores quedaron expuestos. Lo que pretendía ser un sacrificio se vivió como ejecución.
Tanto se creyeron el cuento de la ciencia que hasta batas utilizaron para confeccionar lo que fue, apenas, la desvertebrada de una jirafa que cualquier otro habría hecho en el matadero de la esquina. Querían hacer de la muerte algo sagrado que justificara la existencia de toda una institución (“estamos haciendo conservacionismo”) y terminaron por destapar la naturaleza de su farsa mercantil.
Los zoológicos trafican con las emociones de los niños. Les hacen creer que lo salvaje se agota en la ternura y a eso lo llaman enseñanza. Lo suyo es el turismo y la lluvia de fotografías en las que el comportamiento patológico de los animales encerrados es celebrado con aplausos y flashes. Se venden como los guardianes de la diversidad de las especies: en realidad están ocupados en la mezcla de felinos exóticos, siempre en búsqueda del animal de circo que pueda atraer más público.
