Una cosa es poner despertador e ir a elegir a Santos y otra muy distinta madrugar para votar en contra de Uribe.
Lo primero exige disciplina, ganas, sacrificio, berraquera. No cualquiera se le mide. Lo segundo es un ejercicio de supervivencia que hasta endorfinas estimulará.
En la mitad de estas dos disyuntivas, que por supuesto se reducen a una (correr feliz a tachar en las urnas cualquier posibilidad remota de volver a otros ochos años de esa insufrible vocecita de padre perturbado), es muy grande la cantidad de personas que se debaten entre seguir durmiendo un rato más y no despertar jamás. Después de todo, al lado de Uribe y su gente encarcelada, prófuga o en vías de encarcelación cualquier pesadilla es preferible.
Es lo que los expertos en predecir el pasado con sus soporíferas teorías sobre comportamiento electoral llaman “apatía”. Según estos abusadores del lugar común, la apatía define al colombiano promedio y se explica, básicamente, con que todo le da igual. Vive en una eterna adolescencia política y al margen de la realidad del país. Con estas paternalistas instrucciones, que evidentemente mueven a otro buen motoso, estos antihéroes del civismo piden que despertemos.
Pero la verdad es que entre el primer y el último ronquido, la gente siente cosas. Y por eso duerme. La apatía no es el vacío existencial y la indolencia que tanto trasnocha a los defensores de la democracia participativa. Por el contrario, está cargada de emociones. Muchas veces dormimos porque todo lo que estaba mal empeoró. Pues es igual con la apatía: por cada gesto de indiferencia hay un hipo contenido de rabia, de ira, que es “pasión del alma” si nos atenemos al diccionario.
Que ocho años de Uribe no sean suficientes es demasiado. También hay frustración en la apatía. Como con cualquier gran desilusión, esta que viene promete llevarnos a un sueño malsano y paralizante. Hay que votar.