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El vacío que dejó Armero lo llena año a año la imagen de Omaira Sánchez que circula sin reparo alguno en noticieros, periódicos y redes sociales.
Lo apocalíptico de los hechos dio lugar a una memoria que se resiste a recordar otra cosa que no sea la muerte en vivo de una niña que nadie pudo socorrer.
Con cada aniversario vuelve la fotografía de Omaira que tomó Frank Fournier en 1985, con la que ganó el premio World Press Photo. La foto es enigmática porque parecería que los ojos de Omaira miran a la cámara, al fotógrafo, a los que observamos la imagen, al espectador. Es una foto que nos persigue, que nos cuestiona, y que con seguridad será utilizada cada que la desaparición de Armero sea tema de discusión.
También es una foto que desafortunadamente ha terminado por favorecer los intereses de una memoria que exige espectáculo. Una memoria de catástrofe en tiempo real, de gran evento público, en la que otras historias menos patéticas han sido silenciadas. Y en la que los ojos directos de Omaira son empleados para atraer la atención de otras miradas.
Si bien algunos medios de comunicación juegan un rol activo en la defensa y actualización de esta memoria espectacular, no son los únicos en darle un uso tan estratégico. Del Estado algo más se puede decir. Desde la presidencia de Belisario Betancur, por ejemplo, se lanzó una nueva batería de saberes y conceptos para administrar lo sucedido sin que se abrieran demasiadas preguntas frente a posibles responsables.
A tono con otras tragedias mal llamadas naturales, como la del terremoto en México, también en 1985, en Colombia se empezó a hablar de emergencias, riesgos y poblaciones vulnerables. Con motivo de Armero arrancaron en los ochentas las conferencias con invitados internacionales. En vez de asumir la construcción de una memoria frente a la catástrofe, aun si dramática y confeccionada para el espectáculo, se optó deliberadamente por relegitimar la idea del desarrollo.
Así, ya en febrero de 1989 se llevaba a cabo en Bogotá un taller-seminario con el indecoroso título de “la contribución de los desastres al desarrollo”. Armero fue un motivo para repensar la economía sin reparar necesariamente en la memoria de sus víctimas. El desarrollo sin demasiada relación con el pasado y enarbolando promesas de un futuro limpio y libre de culpas, fue una parte importante de la respuesta estatal.
El duelo lo hizo, de hecho, Juan Pablo II, siete meses después de la avalancha. Ahora, a 29 años de la erupción del volcán Nevado del Ruiz, hay quienes claman por la visita del Papa Francisco. Entre tanto, fundaciones como Armando Armero intentan ubicar a los niños que fueron dados en adopción sin el consentimiento de sus padres.
Esta última es otra memoria de Armero. Una que le pelea el lugar a esa memoria espectacular que florece y marchita en noviembre. Una memoria viva, entonces, cuyas demandas ya no caben en las oraciones de los más altos dignatarios de la iglesia y frente a la cual poco o nada pueden hacer los planes de desarrollo.
La inquisitiva mirada de Omaira, que tantos premios y revistas vendió, también está ahí para apoyarla.
