En reacción a las opiniones de las Naciones Unidas en el tema del Catatumbo, el presidente Santos optó por amenazar a la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos.
Justificó su tic uribista con que “somos maduros y podemos solos”. Y pese a que limitó la rabieta a una declaración, dejó como prueba de su buen juicio y sensatez (que es como la RAE define “madurez”) la estela de un berrinche.
Por lo demás, tan lejos estamos de cualquier estado de madurez que cada que los derechos humanos irrumpen en boca de terceros, las orillas políticas pelan el cobre.
La izquierda tradicional se quedó en el Estatuto de Seguridad de Turbay y en los primeros informes de Amnistía Internacional. En adelante, afirman, todo es (y será) lo mismo. Con lo cual hasta borran las conquistas legales (tipificación del delito de desaparición forzada, por ejemplo) y culturales (la memoria, lenguaje de la nueva revuelta) de sus más aguerridos activistas.
La derecha de centro y el oficialismo, que acaso sea el lugar desde el que Santos lloró su pataleta, transitan alegremente del visto bueno hacia los derechos humanos a la autocomplaciente idea de que el problema está enteramente resuelto. Así vistos, los derechos humanos no pasan de ser un lenguaje rutinario y requerido. La antesala de lo políticamente correcto, si no un sello de calidad que garantiza uno que otro TLC.
La extrema derecha ve terroristas en todo mensajero de los derechos humanos (y por supuesto pide que los cuelguen con sus malas noticias). Y no faltará la izquierda radical, tan históricamente comprometida en el silencio frente a los desmanes de las guerrillas, que considere que los derechos humanos son una excusa burguesa para no emprender las transformaciones socioeconómicas requeridas.
Y en medio de todos, pululan los “faltaba más” de los que afirman que estamos ante una imposición moral, colonial y avasallante. Así estaremos de biches.