La nueva estrategia antinarcóticos de los Estados Unidos, cuyo enfoque ahora llaman holístico, fue recibida con aplausos y hurras entre más de un entusiasta.
Desde luego, hay temas para resaltar.
El comunicado destaca de manera explícita la importancia de la implementación del Acuerdo de Paz. La administración de Biden prácticamente le pide al presidente Duque que haga valer lo pactado. Que gobierne.
Además del énfasis en la reducción de oferta, se habla entonces de seguridad y desarrollo rural integral. Esto es, como mínimo: seguridad para los líderes asesinados y mejoramiento de las condiciones de vida de los hogares campesinos y cocaleros.
Proponen entre los lineamientos un cambio en la forma como se mide el avance o el retroceso de la estrategia antinarcóticos. El número de hectáreas de coca erradicadas podría dejar de ser el indicador que todo lo mide.
Las buenas noticias también provienen de lo que no se incluyó. O lo que se omitió. No hay una referencia directa al uso del glifosato, a diferencia de las estrategias de gobiernos estadounidenses anteriores.
Dada la obsesión del uribismo y sectores importantes de la Policía y el Ejército con que regrese el glifosato, es perfectamente entendible que la nueva estrategia genere entusiasmo.
Es más, en esta ocasión la protección ambiental es uno de los tres ejes que supuestamente recibirán mayor atención.
Aunque eso también es de admirar, no deja de ser un tanto irónico que este sea el camino décadas después de emplear a fondo a sus propios contratistas en la aspersión de glifosato.
Y todo el giro, el timonazo, el cambio de enfoque, si se quiere, sin una valoración formal de lo que pudo salir mal con la estrategia pasada. Sin rendición de cuentas alguna.
Nada. Cero. Como si nunca hubiese pasado. No hay espacio en el comunicado para unas excusas. Un mea culpa. Ya no hablemos de reparaciones.
La guerra contra las drogas sigue.
