La cordialidad del evento celebrado en El Tambo (Cauca) durante la presentación de la nueva política de drogas contrasta seriamente con el oscurantismo liderado por los Estados Unidos en épocas anteriores con la alegre participación de más de un presidente colombiano. El cambio en las formas, en las maneras, es de fondo.
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Todavía hay quienes asumen que las comunidades cocaleras están instrumentalizadas por los narcotraficantes. Cambiar esa y otras narrativas es apenas justo.
Dicho lo anterior, no todo es tan nuevo.
La grandilocuencia con que nos venden el camino a seguir haría pensar que aquí arranca el punto cero de la discusión. Como si el momento actual no fuese también una consecuencia de lo pactado en el proceso de paz con las FARC-EP.
Las familias que trabajan la coca pueden sobrevivir sin tanto big bang, sin tantos universos maravillosos por venir, por muy poéticos que estos les resulten a los más fieles seguidores del petrismo. Lo que necesitan es que les cumplan.
Y que el presidente parquee la nave espacial con la que se elevó ante las Naciones Unidas hasta decir cosas tan lunáticas como que son “los vacíos y las soledades de su propia sociedad los que la llevan a vivir en medio de las burbujas de las drogas”.
No puede haber nada nuevo en la política de drogas si se siguen repitiendo los moralismos trasnochados de siempre frente a su consumo. Ya está un poco tarde, también, para insistir en la figura del cocainómano de Wall Street. Salvo que el objetivo siga siendo el fracasado mundo sin drogas de Nixon y todos los uribitos colombianos, es hora de tomarse en serio la relevancia conceptual de las políticas de reducción de riesgo.
Por lo demás, la erradicación de la hoja de coca sigue siendo parte del enfoque. Como si la vieja idea de la cantidad de hectáreas cultivadas fuese, todavía, la única forma de medir el éxito o el fracaso de la política de drogas.
