Es oscuro el momento que atraviesa la Unidad Nacional de Protección con sus mafias enquistadas, apetecidas camionetas, alquiler de esquemas de protección, concesionarios cómplices y un carrusel con participación de diversas entidades públicas. Desde la Policía Nacional y el Ministerio de Defensa hasta la propia Fiscalía.
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Cualquiera sea el desenlace de tan sombrío panorama, la ocasión supone una ventana a la cultura visual de la privatización de la seguridad. Con su oda a lo blindado y sus legados tanto éticos como estéticos. Además de sus consecuencias para el ejercicio de la política colombiana.
En vez de administrar con justicia y precisión a quién se le garantiza una camioneta equipada con un esquema sólido de protección, proliferaron el derroche y la corrupción. Además de la fanfarronería.
Son demasiados años de ver desfilar lo público (funcionarios y políticos) en carros intimidantes, rodeados de una o más personas armadas. Bloquean, cierran, adelantan y se imponen con la legitimidad que les da la autoridad. La puesta en escena de un poder opaco y recubierto que difícilmente podemos reconocer como democrático.
Las luces están hoy puestas en el carrusel de contratación y sus vasos comunicantes (no es gratuito que el grueso del sector de la seguridad esté inmiscuido). Iluminar las prácticas deshonestas y separar mafias y Estado es desde luego necesario.
Pero también lo es cuestionar el gusto adquirido por la caravana de camionetas o el valor agregado de su blindaje, que cuando no está ahí para proteger de las balas igual y garantiza un estatus.
Además de costarle la vida a más de una persona que sí ha requerido con urgencia de la ayuda del Estado, la instrumentalización de la seguridad y su parafernalia se convirtieron en un preciado tesoro para mirar a los ciudadanos desde el privilegio y para ser vistos.
La insistencia en el poder visual del blindaje no es anecdótica. En juego está la quebrada relación de los ciudadanos con sus elegidos. El vidrio polarizado protege tanto como refleja.