El Plan Colombia promovió los derechos humanos, la construcción de Estado y el ejercicio de la ciudadanía, como lo repiten algunos politólogos y se puede leer en los análisis publicitarios de los expertos en armas y helicópteros de todos los tamaños. Para cuando Pastrana escriba sus memorias no habrá misterio por resolver.
¿La ciudadanía de quiénes y la construcción de qué tipo de Estado? Eso está más borroso. Es más, ¿de dónde surgió el interés estadounidense por los derechos humanos en Colombia? O mejor: ¿qué tuvieron que hacer las elites nacionales para evitar la desaprobación del Congreso norteamericano en materia de derechos humanos? ¿De quién se valieron para hacer la guerra? Algunas respuestas a estos dilemas están en el último libro de Winifred Tate.
A diferencia de futuras separatas expresidenciales este no es un cuento de divertidas aventuras. De su lectura se desprende que el paramilitarismo fue, en parte, una respuesta criolla a la presión estadounidense sobre las instituciones colombianas. Para contar con la ayuda militar y económica que hoy se aplaude fue necesario que las fuerzas estatales evitaran las torturas, los desplazamientos y las masacres.
Los militares no eran un dechado de virtudes cívicas, pero tocaba guardar las apariencias. El desmadre paramilitar estaba anunciado. Junto con la ayuda antinarcórticos de la guerra contra las drogas también circularon entonces las bondades de la contrainsurgencia, que Estados Unidos practicó en Centroamérica con lujo de detalles.
Que Uribe no vaya a celebrar el Plan Colombia en Estados Unidos no quiere decir que no esté allá. Cuando el expresidente hizo las paces con el paramilitarismo legitimó por completo el Plan Colombia. Entre Pastrana, Uribe y Santos hay más continuidad que ruptura.
Cuando se dice que el Plan Colombia es una fiesta de bombos y pitillos no está claro quién pagó la torta. ¿Quiénes son, pues, los verdaderos invitados al ágape? ¿Irán, acaso, los ciudadanos de Putumayo a brindar por el glifosato?
