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No todo lo que ocurre en Montreal, Canadá, tiene que ver con actores porno que desmembran a sus parejas asiáticas.
La del subnormal que envió extremidades de su novio chino por correo, grabó pedazos de la tortura, subió videos a la red, escapó y ahora está próximo a ser deportado desde Berlín, es una historia trágica y taquillera, que desplazó incluso a la del caníbal en Miami, pero infinitamente inferior a las miles de historias de vida que se esconden tras el ruido nocturno que hacen las cucharas de palo al chocar con las ollas en las calles de Montreal.
Porque la ciudad está en huelga. No es una parálisis absoluta ni participan todos sus habitantes. De hecho, ni es una parálisis. Tal vez tampoco una huelga. Ya no. Arrancó como huelga entre universitarios en desacuerdo con el incremento de las matrículas, pero ante la desproporcionada reacción de las autoridades, que no tardaron en emitir una oscura ley que le pone límites a toda protesta, se convirtió en otra cosa. Y una histórica: en un solo día salieron a las calles 250.000 personas con todos sus utensilios culinarios al servicio de la política.
Ahora ya no sólo están los estudiantes (y sus supuestos radicalismos). Los acompañan, en masa, abuelos y nietos. Padres de familia, jóvenes en corbata, madres embarazadas, hipsters en cicla, músicos, gente que hace teatro, que baila, que canta, personas en situación de discapacidad, familiares que rememoran el 68, perros con banderas que apelan al Quebec autónomo y, en fin, un universo variado y diverso de agendas políticas.
Los une, entre tanto, el ritmo. América Latina es quizá la identidad más visible en esta inusitada expresión de descontento: el cacerolazo, que evoca a Chile y sus años de dictadura; a Argentina y Uruguay, a Venezuela en la década del noventa, es el medio de expresión que reta, une, convoca y socializa. Por momentos, dirán los pesimistas, amargados y aguafiestas, su único fin.
