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El dato es apabullante: mientras 50 de los países damnificados por el cambio climático producen el 4 % de las emisiones de gases, los países del G-20 generan no menos del 80 % de las emisiones globales. La historia ya es más o menos prehistoria, sin que ocurra demasiado al respecto.
Salvo por unos islotes pequeños y en riesgo de desaparición, desde donde probaron suerte. En nombre de la república de Vanuatu, cerca a Australia que es uno de los que contamina con ganas, un grupo grande de interesados apeló ante la Corte Internacional de Justicia, en La Haya. Se trata, explican los que saben, de la mayor consulta hecha hasta la fecha sobre la responsabilidad legal que tienen los países ante el cambio climático.
Dos eran las preguntas. Por un lado, si dadas la Carta de las Naciones Unidas, la Declaración de los Derechos Humanos o el Acuerdo de París, los Estados miembros de las Naciones Unidas deben proteger a otros miembros contra el cambio climático. Es decir, si, dado el derecho internacional sobre la materia, no debería haber algo más para decir. Por el otro, y dada la obvia desatención a lo anterior, ¿cuáles deberían ser las consecuencias para los que siguen emitiendo CO2 con poco interés en reducir los gases de efecto invernadero?
La respuesta no es vinculante pero importa. Por unanimidad, 15 jueces calificaron de “urgente y existencial” la amenaza del cambio climático. En juego y más allá del propio cambio climático están dos temas relevantes para los países afectados: las reparaciones y el ensanchamiento de la agenda de los derechos humanos.
Pagar compensaciones y adelantar formas diversas de restitución es ahora una posibilidad. De la misma forma en que los derechos humanos van perdiendo, incluso, su naturaleza liberal y eurocéntrica, como quiera que se quiere llevar al nivel del ordenamiento de la justicia internacional la idea de que los humanos importan tanto como su entorno.
