Continúa la erradicación forzada de coca. Para los que nos entusiasmamos con el discurso del presidente ante las Naciones Unidas, el mensaje es desesperanzador. Conocido, pero descorazonador. Un déjà vu.
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Algo va de la poética, inspiradora y garciamarquiana intervención de Petro a la violenta realidad de los cultivadores de coca. En sus propias palabras, después de la reunión con los encargados de la estrategia estadounidense de seguridad para América Latina: “La erradicación forzada continúa en los cultivos industriales que no son propiedad de los campesinos”. Seguimos entonces en las mismas.
El comodín acá es por supuesto la referencia a lo “industrial”. Como si al acuñar la olímpica categoría de lo industrial, lo enorme, lo inaceptable, incluso lo transnacional con todo y sus tentáculos traquetos, la coca hubiese sido cultivada instantáneamente por poderosos y violentos narcotraficantes. En esos casos, dio a entender el presidente, “no hay con quién negociar una sustitución”. Como quien dice que la mata que mata vuelve a aparecer. Inmortal.
La idea misma de la “erradicación” presume una violencia en línea con la guerra contra las drogas que se supone habíamos dejado atrás. Que desaparezca la coca en los siguientes 10 ó 20 años, dictaminaron las Naciones Unidas en su momento, por allá en 1961. De raíz. Sagrada o ancestral, daba igual. Coca es coca. Es más, la coca sigue siendo cocaína. Por consiguiente, a los campesinos, colonos, afros e indígenas que sobreviven de ella se les puede fumigar legalmente. O de manera “forzada”.
Con todo y lo que tienen para enseñarnos los insufribles años de Plan Colombia, contratistas, helicópteros y avionetas rociando glifosato sin ninguna consideración. Además de la impune masacre de campesinos que protestaban contra la erradicación forzada de sus cultivos de coca en la vereda El Tandil de Tumaco (Nariño). Justamente hace cinco años. En los supuestos tiempos de la paz y la implementación del Acuerdo con las Farc-Ep.