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No es cierto que el país sea solo cocaína y narcos. Se equivocan los periodistas extranjeros que reducen la realidad colombiana a esas dos estereotipadas imágenes. En épocas de Mundial y patria, es bueno que se sepa afuera que Colombia también es pasión por los juguetes de guerra, el veneno en spray y la tecnología al servicio del statu quo.
Colombia es un lugar en el que la política rural la dicta la política antidrogas (y en el que la política antidrogas fue elaborada por la política contrainsurgente). En Colombia el ministro de Defensa decide sobre el futuro de los territorios. Además de cocaína y narcos, Colombia es guerra fría.
Del uso del glifosato se llegó a argumentar en 1984, cuando el ministro de Salud les pidió un concepto a los expertos internacionales de turno, que era mejor no implementarlo. Equivalía, se dijo, a “experimentar con seres humanos”. Y experimentar en grande, en avionetas, fue lo que se hizo. Hoy el turno es para los avioncitos aéreos de combate no tripulados. Colombia es vanguardia.
De los drones y su participación en la política antidrogas se espera mucho más que el control de los cultivos de coca. La idea es que desde el cielo llueva la solución exprés al desarrollo rural que no fue posible ni en los 50 con los consejos de rehabilitación, ni en los 80 con el Plan Nacional de Rehabilitación. Los drones lo harán todo más rápido, por menos plata y de una manera más segura. O así lo dio a entender el ministro de Defensa. Colombia es desarrollo.
Los drones son la carretera para las familias de colonos que nadie construyó. Un buen técnico del gobierno entrante diría que los drones son construcción de Estado. Es más, los drones vienen a ser la última ocurrencia inútil de la que depende que familias enteras de colonos puedan ser supeditadas a los deseos de Estados Unidos. Porque Colombia también es Washington.
