Ante la espantosa salida de la pastora María Luisa Piraquive, a quien las personas con discapacidad le resultan antiestéticas (“si no tiene parche y no es notorio, pues no hay problema”), una buena camada de políticos antojadizos se ha querido apropiar del debate con gesto compungido y lagrimeo de profesional.
En plan solidario consigo mismo, ahora que se vienen las elecciones, es fácil imaginar, por ejemplo, a Benedetti haciendo pucheros de indignación antes de escribir la nota tierna en su Twitter: “La discapacidad está en la pequeñez de tu cerebro, no en la falta de tus extremidades”. Muy simpático el senador, pero no todas las polémicas mediáticas ameritan que saque el traje de progresista. De la misma forma que el ministro del Interior, Aurelio Iragorri, no debería hablar de “nuestros discapacitados”. Pues no le queda bien ese patetismo paternalista: no son suyos (ni se dice “discapacitados”).
El bochornoso episodio recuerda algo que el afamado teórico de lo habido y por haber, Slavoj Žižek, escribió con ocasión del falso intérprete que pretendía comunicarse con lenguaje de señas durante la transmisión del entierro de Mandela. Impostor y todo, el personaje estaba ahí para que los que podemos oír nos sintiéramos bien con nuestra propia capacidad para hacer lo correcto. Y si nada se le entendió y todo fue un corto circuito, mejor. Al fin y al cabo, de lo que se trató en Sudáfrica fue de asumir ante las cámaras el pomposo papel de tristes pero protagónicos que le queda tan bien a Bono, el líder humanitario de U2.
El escándalo nos deja un grupo de vanidosos queriendo tener su cuarto de hora mediático. Un conjunto de personas con discapacidad a las que rara vez se interpela. Y un rosario de expresiones de lástima y caridad que poco tienen que ver con el lenguaje de la justicia o los derechos vulnerados. Nada que no se viva, a diario, en cualquier iglesia cristiana.