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No es casual que un libro sobre fotografías como Ante el dolor de los demás tenga en su portada un dibujo.
O que a lo largo de sus 131 páginas de texto tampoco se incluyan las imágenes que le permitieron a Susan Sontag llegar tan lejos en sus consideraciones sobre los dilemas éticos de la fotografía. En su ensayo, queda claro que una fotografía es más que una ilustración. Que en la medida en que hay temas que se resaltan y pedazos de la realidad que están por fuera de la foto, toda ilustración hace parte de un proyecto político.
Ahora que se habla con insistencia de recuperar la voz de las víctimas, poco se repara en la enorme cantidad de usos que se le da a sus imágenes. No abundan los fotógrafos respetuosos de ese dolor de los demás que obsesionó a Sontag. El trabajo de Jesús Abad para el grupo de memoria histórica, por ejemplo, dice tanto o más que los informes sobre el conflicto colombiano. Sus fotos no están ahí para comprobar que unos torturan y masacran más de lo que otros secuestran. No pretenden ilustrar nada. La verdad de sus imágenes nunca se agota en el dato estadístico.
Entre tanto, una enorme cantidad de imágenes bombardea con intenciones partidistas. Llegado el momento en La Habana de ponerles un rostro a las víctimas y de recoger sus propuestas, además de diversas agendas políticas se movilizan imágenes. Las víctimas le son tan necesarias a la paz como a la guerra. Sin ningún filtro, la problemática contemplación de una de estas fotografías se convierte en un denigrante concurso que promete mostrarnos al que más sufre. O al que sufre de verdad. La idea de visibilizar a la víctima es de por sí una metáfora visual que de alguna manera exige la presencia de una cámara. Pese a que no toda violencia tiene su retrato.
