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En 50 años que cumple la declaración gringa de guerra contra las drogas, una de las rutinas que peor envejece es la puesta en escena policiva de lo incautado.
Un clásico latinoamericano sin fronteras que rebosa ternura (arbolitos de todos los tamaños), mal gusto y peores actuaciones.
Lo practican la policía militar en Brasil, la policía federal argentina, los carabineros en Chile. Perú, Ecuador, Panamá, da un poco igual el lugar: la guerra contra las drogas cuenta con sus propias prácticas museográficas.
En Colombia los encargados de organizar estupefacientes para la foto fueron pioneros. Pese a años de experiencia, la cultura visual local de las incautaciones no ha sufrido grandes modificaciones.
La mesa con mantel al centro sigue siendo una de las preferidas de la producción.
Cambian las sustancias, las cantidades de kilos, los colores y formas de los empaques, pero nada como una buena superficie lisa que permita ordenar la evidencia. En triángulos y círculos.
Entre la gran incautación de cientos de paquetes (que siempre promete el verdadero fin de las drogas) y el cartel formado por dos jíbaros en pantaloneta y un par de pipas gastadas, hay espacio para la creatividad.
Tres arbustos inofensivos con más tierra que hojas permiten que un par de policías saquen a relucir sus placas, chalecos y pistolas de dotación. El temible escuadrón antinarcóticos al servicio de lo que bien podría ser valeriana y pasiflora.
A veces la composición es minimalista: una sustancia sospechosa, ojalá de algún color considerado raro, un celular y un objeto cortopunzante.
Cuando la escena se torna barroca, cuando no se deciden y pierden el control sobre lo que quieren mostrar, no se sabe qué es incautación y qué es parte de la vida cotidiana.
Coloquiales, repetitivas y hasta recursivas. De ninguna manera intrascendentes: las prácticas museográficas de la incautación no solo representan la guerra contra las drogas y lo absurda e inútil que es.
También la construyen.
