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De animales

Nicolás Rodríguez

09 de enero de 2015 - 08:51 p. m.

Poco o nada se parecen las corridas de toros y las corralejas, como bien lo dijeron varios periodistas radiales después de lo sucedido en Turbaco.

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En las corralejas prima el desorden, el ruido y por supuesto la violencia. Al pobre toro del video lo lincharon sin argucias de ningún tipo. Lo de Turbaco fue una fiesta más brava que cualquier otra corrida.

Pero si se trata de indignarse las corridas son peores. Pese a que la violencia es la misma (para el animal no puede haber diferencia entre una muerte a chuzo y patada y otra con espada), entre los asistentes a las plazas el goce es otro. Si en un lado hay desenfreno y una masa probablemente enceguecida, en el otro hay un auditorio muy bien puesto y aplicado, que ríe y aplaude con cara de aprobación, entendimiento y sabiduría.

De la corraleja se dijo que es bárbara. Hasta los taurinos lo indicaron. Sobre todo los taurinos. De las corridas se piensa que son un espectáculo que dignifica al animal. Un arte en sí mismo. “En la Santamaría la muerte no es tan fea” escribió Molano. Y le asiste toda la razón. De hecho eso mismo es lo que hace a las corridas tan detestables: su belleza.

En la corraleja por lo menos todo es chabacanería. No hay grandes entelequias. Van a lo que van, sin otra justificación que la temeraria borrachera. Si no es que la pérdida colectiva de inhibiciones. En la corrida en cambio todo es refinamiento, cálculo, estrategia, teatro, drama y color. Lo que impacta de las corridas no es que maten un animal sino que se lo haga por simple placer estético. El animal sufre y los demás lloran de la emoción. Están conmovidos. Quieren más. La masa antes enceguecida ahora es un público educado. Tan exigente como embrutecido.

Que la sangre y el dolor del animal sean reducidas a una sensación estética es pavoroso. La corraleja parece un juego de inocentes niños ensimismados con la crueldad al lado del sofisticado embellecimiento de la muerte en las plazas de toros. Lo realmente bárbaro de las corridas es que se las convierta en algo bello para hacerlas digeribles.

Después de hacer violentos experimentos sin anestesia con perros que según sus observaciones sonaban a máquinas descompuestas, Descartes decretó que los animales son incapaces de pensar o de sentir placer. Los animales fueron entonces equiparados con máquinas. No podían tener (no tienen) derechos morales. Cualquier sosiego que provenga de su sufrimiento ha estado legitimado por mucho tiempo.

Como en la historia del perro que fue encontrado con la pata en la espalda de su dueño por un grupo de arqueólogos en una tumba de más de 12 mil años en Israel: se dijo que era valiente y digno cuando lo cierto es que fue sacrificado para satisfacer las necesidades emocionales de su amo.

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