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De Cundinamarca a Dinamarca

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Nicolás Rodríguez
07 de mayo de 2016 - 02:40 a. m.
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No hace mucho que Alfredo Rangel le repetía insistentemente a un periodista que el desplazamiento de los cultivos de coca hacia otros países no era un problema de Colombia. Bolivia y Perú que se las arreglen como puedan.

 

 

“El tema es sacar el narcotráfico del país”: con esa mezcla de cinismo y mala leche se saldó un debate salpicado con otras perlas y complejos de la cosecha Rangel, como que “Estamos en Cundinamarca, no en Dinamarca”. La popular metáfora de la distancia moral entre Colombia y los países europeos encierra una buena dosis de sabiduría. Conviene explicarla.

Por supuesto, ya hasta el Centro Democrático ha anunciado que presentará un proyecto de ley para despenalizar el consumo de drogas. Ante el giro en la discusión no queda sino celebrar el oportunismo político y la llegada a Dinamarca en el tema de la salud pública. Otros temas tratados con desprecio y total disposición hacia la guerra, entre tanto, siguen predestinados a Cundinamarca. En particular la coca y los colonos, que deberían ser los primeros en subirse al barco europeo de la resolución del problema de la droga con nuevos enfoques, son vistos como lo que le sobra al tercermundismo. Lo que da pena. Lo que es preciso desaparecer.

La coca viene a ser lo que impediría el añorado salto a una modernidad europea, libre de campesinos. Los colonos y sus historias de violencia no son bienvenidos en Dinamarca. La coca es lo salvaje: la mata que mata. Que se ocupen las bombas, el veneno o los ejércitos vecinos. Que prohíban a Alfredo Molano.

En esta narrativa que nos llevará de Cundinamarca a Dinamarca, los colonos y la coca aparecieron de la nada y sin relación con la historia de Colombia y sus luchas de violencia por la tierra. El colono no es un sujeto político sino una aberración moral del narcotráfico. No hará parte de los libros escolares. Se le puede borrar y fumigar.

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