NO TENGO CLARO POR QUÉ ME cuesta olvidar las imágenes del líder de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán, encerrado en una jaula, caminando de un lado a otro, solo, con una camisa a rayas.
Lo agarraron por allá en 1992, tras una década larga de impartir violencia. Desde entonces comenzó a criticar (acaso porque ya estaba encarcelado) a los que en sus filas se resistían a dejar la lucha armada, acusándolos, según explica el historiador peruano José Luis Rénique, de llevar a la “colombianización de la guerra, a una guerra sin ningún objetivo político claro”.
La guerra de las Farc ya era entonces un ejemplo, hace más de 20 años, de degradación entre los degradados. Hoy, Colombia sigue en guerra. Es más, hay quienes afirman que la guerra se ha hecho aun más violenta; o mejor, que la guerra ya no es sino violencia. Y ello sin entrar a discutir el paramilitarismo.
Igual, cuesta creer que nada en las Farc sea político. Cuarenta y tantos años después de habitar las selvas, alguna razón para hacerlo deben tener los que nacen y mueren en las Farc. Alguna política, por paupérrima que sea, tienen que practicar. Así sea la del resentimiento, que fue como la describió Daniel Pécaut en un libro cuyo título ya es bastante diciente: Las Farc: ¿una guerrilla sin fin o sin fines?
Ahora que Piedad Córdoba anuncia una carta de Alfonso Cano con motivo de las liberaciones de algunos secuestrados, vuelve a sonar el tema de la paz. Al respecto, María Teresa Ronderos se pregunta, con razón, que qué diablos negociamos con las Farc. Uno podría agregar, en el mismo tono, que qué es exactamente lo que quieren las Farc. ¿Nacionalizar las empresas? ¿Abolir la propiedad privada? ¿Acabar con las oligarquías? ¿Tomarse el poder para prohibir la Coca-Cola?
Nadie lo sabe. El proyecto político, que lo hubo, se embolató en una caleta.
