La imagen de las miles de personas reunidas en México para exigir que aparezcan sus 43 normalistas desaparecidos y hacerle oposición al galán de telenovela que las gobierna ofrece un contraste con los oxidados resortes morales de nuestra indignación.
Aunque indignación ha habido. Contra las Farc, contra los paras, contra los narcos. Falta, sí, alguna reacción igual de enérgica frente al Estado y el delito de la desaparición forzada, que no ha recibido el trato preferencial que se le da al secuestro. Y alguna otra en apoyo a los indígenas, que nunca son la razón para pegarle una manotada a ninguna mesa de negociación. Como tampoco lo son los pueblos afro, a los que el Gobierno llega en patota armada cada que es necesario encontrar, precisamente, a algún secuestrado.
Probablemente hay una economía moral de la indignación en la que unos reciben más atención que los otros. Dos años después de iniciado el proceso de paz con las Farc, algo claro del posconflicto es que para muchos representa una solución de continuidad. Conflicto a secas. Y de nuevo: ninguna posibilidad de suscitar empatía.
La comparación con México cobra más sentido al margen de si Colombia se mexicanizó o México se colombianizó. Pesa más la historia que el narcotráfico. La Revolución mexicana dejó algo más que el millón de muertos que produjo. En materia de símbolos, gestas y héroes, hay una tradición legitimada por novelas, pinturas, fotografías y películas. Con todas sus mentiras, hay una memoria revolucionaria.
En el caso nuestro, la década de los cincuenta también produjo una nutrida tradición literaria. Sin embargo, no hay héroes o batallas decisivas. Las imágenes no emocionan, asustan. Hablamos de la Violencia, no de revolución. Y lo desplazados que no se acomodaron como pudieron en las ciudades fueron mandados a colonizar tierras inhóspitas.
En México reivindican en nombre de alguna revolución. En Colombia, el presidente nos habla de la revolución de la paz.