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De un alumno más

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Nicolás Rodríguez
16 de diciembre de 2011 - 11:05 p. m.
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Por razones que no vienen al caso no llegué a la despedida del amigo. En consecuencia quisiera abusar de este espacio para decirle adiós al maestro.

Y como sé que no era ningún fan del lloriqueo y la lambonería (la “sapería”, decía), para no entrar en anécdotas cursilongas se me ocurre que en adelante, ante la obra inconclusa y dispersa del sociólogo Álvaro Camacho Guizado, lo que corresponde (lo ético, diría él) es intentar una interpretación de algunas de las ideas que alguna vez le escuché gruñir. Porque Camacho regañaba, ese era su lenguaje. Con apodos y mucho estilo, claro, pero regañaba.

A mí me decía Gabino. Lo conocí a través de Lariza Pizano, una de sus alumnas favoritas (aunque eso él lo habría negado, y en honor a la verdad regañaba y ponía apodos por igual), en la Universidad de los Andes. Junto con Federico Arango, uno de sus más destacados alumnos, entramos a su oficina, hace ya varios años, con físico miedo (por lo menos de mi parte) ante la presencia de su ronca voz, que retumbaba desde lejos. Hecha la tarea que nos encomendó (redactar unas reseñas que nunca utilizó), ahondé en su clase de sociología del narcotráfico, una novedad que no se daba en ciencia política, antropología o historia y que aun hoy, parece, es un referente clave para el entendimiento de la historia del siglo XX. No sabía (no tenía cómo saberlo) que ese curso sería definitivo en mi formación académica.

Es más, tomando ventaja de la relación que se entabló ahí, en esas sesiones de finísimo humor negro en las que ilustraba sus teorías con anécdotas literarias (“el primer cocainómano eminente fue Sherlock Holmes”), logré que dirigiera mi tesis de pregrado en ciencia política. El tema era el Frente Nacional y la memoria de la época de la Violencia de los años 50, pues conocía como pocos el periodo y siempre estuvo comprometido con las víctimas. Pero además no solo con las víctimas “de la violencia”, en genérico, sino también con las del narcotráfico. Y ahí está la novedad de sus enfoques. O mejor: con las víctimas de la guerra contra las drogas, que poco se mencionan pero también cuentan.

Se trata acá de salirse del libreto de los gobiernos nacionales (y estadounidenses) de turno, en el que prácticamente se habla de héroes caídos en combate (como si la de las drogas fuese una guerra convencional), para dirigir la mirada hacia ese otro universo de víctimas que provienen de una guerra que junto con las mafias y organizaciones criminales también le fue declarada, por igual, a campesinos y consumidores. Con ello en mente, la lista de víctimas se ensancha: Desde productores (que no narcotraficantes) de marihuana y hoja de coca (que no matas de cocaína, que por supuesto solo existen en las mentes de los publicistas gubernamentales), hasta víctimas del prohibicionismo, pasando por las del glisofato, el carcelazo, la UPJ, los zares antidrogas y en fin, las del propio estigma que irradia el retardatario moralismo con que fue pensada, desde el principio, la impositiva guerra contra las drogas.

El narcotráfico, ese fue uno de los grandes temas de Camacho, con quien desde entonces mantuve una relación lo suficientemente cercana como para ser uno de tantos alumnos afortunados a los que dedicó tiempo y agudos comentarios, pues era un lector implacable y muy poco dado a la condescendencia. También se desarrolló una amistad, y en esas lides mejor y no ahondar, ya que el vacío que deja no lo tengo tan claro como esa otra vertiente del problema que me ocupa en esta ya melosa columna: entiendo que su legado, o una parte del mismo, no es otro que el respeto por la política. Nadie más lejano de la idea de que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Menos violencia, entonces, y más política, ese era su deseo.

Política en su tumba.

nicolasidarraga@gmail.com
 

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