La condena a la multinacional bananera Chiquita Brands, culpable de haber financiado grupos paramilitares en Colombia, es una buena razón para seguir ampliando el enorme archivo que se conoce sobre el papel del capitalismo corporativo del banano en la región.
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Como se sabe, la idea de financiar violentos, despojar tierras y violar los derechos humanos de los trabajadores no surgió en esta última etapa. Antes de Chiquita, de 1984 para atrás, tuvimos evidentemente a la United Fruit Company suprimiendo protestas de trabajadores. La explotación laboral iba de la mano con los impactos ambientales de las prácticas que llevaron a la siembra generalizada del monocultivo.
Las plantaciones tropicales de bananos, nos lo repiten los ecólogos, no son tan naturales como se suelen vender. Para pasar del banano como fruta exótica al producto de consumo generalizado en los Estados Unidos se sacrificaron espacios de biodiversidad. A gran escala y sin el derecho de los trabajadores a revirar, el precio del banano fue abaratado.
Además de la complicidad en amenazas y asesinatos de sindicalistas y opositores, la estela de la industria corporativa del banano debe leerse desde su impacto ecológico sobre el entorno. Lo uno va con lo otro. Una clave que ya estaba en Cien años de soledad.
“Dotados de recursos que en otra época estuvieron reservados a la Divina Providencia”, escribió García Márquez refiriéndose a la llegada de estadounidenses a las mismas tierras de las que nos habla hoy su justicia en el caso de Chiquita, “modificaron el régimen de lluvias, apresuraron el ciclo de las cosechas y quitaron el río de donde estuvo siempre y lo pusieron con sus piedras blancas y sus corrientes heladas en el otro extremo de la población, detrás del cementerio”.
Y más adelante: “—Miren la vaina que nos hemos buscado —solía decir entonces el coronel Aureliano Buendía—, no más por invitar a un gringo a comer guineo”.