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No hay nada nuevo en el rechazo de algunos congresistas (Sanguino, Cepeda y Valencia) a los ascensos de militares y policías enredados en investigaciones por corrupción y violaciones de los derechos humanos.
Con la misma regularidad con que llega la Navidad, el Senado se prepara anualmente para aprobar el ascenso del personal militar sin ninguna discusión de fondo. Como lo sugirió Daniel Coronell, se trata de un acto notarial.
En vez de ser sometida al honorable examen de los padres de la patria, la lista con los nombres de los candidatos a ascensos es convertida en invitación oficial a alguna fiesta. La votación se da en bloque. Impresentables prontuarios de determinados policías y militares se lavan con meritorias hojas de vida. En bloque y sin reparos.
Entre algunos de los medios que han cubierto el lamentable ejercicio de renuncia al control político por parte de los congresistas prima la idea de “una polémica” (lo que supone, digamos, que la investigación sobre una ejecución extrajudicial es una controversia). “Polémica por ascensos de oficiales cuestionados”: así fue titulado este año. Y así ha sido interpretado en ocasiones anteriores.
Quienes más se oponen a la fiscalización de militares y policías, entre tanto, caricaturizan la actitud de los congresistas que se atreven a no participar. No los bajan de sesgados y partidistas defensores de alguna doctrina contraria al Ejército. Los derechos humanos, por ejemplo, de los que tanto se habla en la estrategia de seguridad del Gobierno.
Y aunque por supuesto se trata de defender los derechos humanos de las víctimas de abusos de militares y policías investigados, el problema va más allá. Tampoco estamos ante una simple polémica.
Lo que está en juego es la posibilidad de intervenir, a través de mecanismos democráticos, en la ya desmejorada relación que tienen militares y policías con la ciudadanía.
El ascenso de los unos, sin preguntas ni rendición de cuentas, garantiza el descenso de lo otro.
