Además de impuestos a la clase media y gravámenes a la canasta familiar en plena crisis social incentivada por el COVID-19, el Gobierno pretende renovar su flota de aeronaves de combate. Son $14 millones de millones, según lo explica en su columna de opinión José Fernando Isaza.
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Por encima del escándalo que supone una reforma tributaria al tiempo que se habla de adquirir material bélico, es el momento en que deciden hacerlo lo que cuesta entender. Es tan descarada la provocación, es tan desproporcionada la distancia que hay entre el Gobierno y sus gobernados, que habría que considerar variables ajenas al simple ejercicio del cinismo estatal.
Me inclino por una muy sencilla: el propio Ejército es una rueda suelta en muchos sentidos. Y más específicamente, el sector defensa. La seguidilla de malos ministros, la incapacidad real para crear condiciones de seguridad en determinadas zonas y la violación permanente del derecho internacional humanitario son señales de lo mismo.
El secretismo del sector defensa y la incapacidad de la ciudadanía para exigir que rindan cuentas sobre sus acciones siguen siendo parte de la anormalidad en que se despliegan las relaciones entre civiles y militares. La democracia termina ahí donde arrancan los deseos del sector defensa.
Anteriormente eran las Farc las que legitimaban el poder soberano con que ejercían sus funciones los militares. Mientras no se metan en la política (cosa que ya el Centro Democrático quiere que hagan), procedan como les convenga. O así se decidió en su momento. Llegó un Acuerdo de Paz con la guerrilla y poco o nada cambió esa dinámica. Al revés, parecería que ha empeorado.
Por lo mismo, es imposible un debate sobre la viabilidad ya no solo de la compra de aviones, sino del uso del poder aéreo como política de seguridad. Lo quieren gobernar todo desde arriba, desde el aire, y así se lo imponen al gobierno de turno. La insistencia en volver al glifosato hace parte de lo mismo.