Apelar al pueblo para legitimar reformas no es tan extraño como lo suponen algunos. Sin duda es una apuesta, pero no necesariamente una anomalía democrática.
El propio liberalismo colombiano, con ideas de inclusión ciudadana, hizo un uso considerable de la calle y la plaza. El espacio del balcón hace parte de esa historia política.
El discurso del presidente Petro desde la Casa de Nariño le debe más a ese liberalismo reformista que al chavismo con el que siempre se le compara o al peronismo que ahora se le endilga (para no hablar del supuesto nazismo).
Si la estrategia es o no la adecuada para lo que se pretende es otro tema. El tono caudillista y de campaña electoral riñe con la seriedad con la que pretenden gobernar algunos de sus ministros. Cerrar las puertas del balcón para abrir las ventanas de Twitter también le será cuestionado.
Pero que recurrir a la gente sea nuevo o extraordinario es un sinsentido. Y los que insisten en que se trató de un “show político” podrían darse una pasadita por YouTube. Uribe hablando con megáfono o mojado en el tobogán son clásicos virales. Como lo es Santos leyendo prensa en pantalones cortos. Y Duque hablando con cariñosa solvencia de los crocs de Uribe (o en el tono bravo de no sabemos qué comandante).
Los políticos son por definición actores que tienen que usar su cuerpo y su voz para transmitir ideas y emociones. Son, sí, actores políticos. De eso viven. Ese es su oficio. Por supuesto que a veces hacen el ridículo. Petro no tiene por qué ser la excepción.
Ahora bien, cuando el inconformismo es con la familia presidencial la situación es otra. Ante el rechazo gratuito, ese sí antidemocrático, de algunas voces que todavía se niegan a la idea de Petro como presidente, solo queda recordar que cuando se habla de pueblo siempre hay una oligarquía.