DESDE LA ENTRADA DE LA PALABRA “narcotráfico” al diccionario político del Estado, varias son las ocasiones en que han sido borradas las fronteras reales entre cultivo, producción, venta y consumo.
La elasticidad del concepto ha adoptado niveles tan plásticos como los de “narcoguerrilla”, “narcoparamilitarismo” o “narcoestética”, que en general se usan para algo más que describir un fenómeno. “Escalar” diría el Gobierno.
Tan efectivo ha sido el lenguaje derivado de las drogas ilegales, e impuesto en buena parte por los Estados Unidos, que la propia institucionalidad ha debido responder en diversos contextos históricos ante acusaciones que la tildan de “narcoestado” y “narcodemocracia”. Lo raro no es que el lenguaje escale, pues siempre lo ha hecho. Lo exótico es que el Estado, que con gusto lo ha esculpido en leyes, códigos y tratados con buenas y no tan buenas intenciones, lance una campaña al respecto.
Lo inspira la posibilidad de una negociación exitosa en un ambiente cargado de insultos hacia las guerrillas. Enhorabuena. Pero de ahí a argumentar, como tanto se ha repetido, que la falta de comunicación lleva inmediatamente a la violencia, hay un aburrido potrero que sería ocioso transitar. Así vista, entre campesinos la violencia es un espasmo, un calambre. Un tic nervioso de barbarie (y cuidado con el lenguaje porque escala).
Un lugar común que siempre resurge en la misma línea de pensamiento es el de la animalización del contrario. Esta suerte de clave explicativa ya parece recetario de resolución de conflictos. Los nazis, las dictaduras, los colonizadores: todos animalizan. Esta sería una verdad antropológica. También se lee por ahí, en lenguaje de lucha de géneros aplicada a la lucha de clases, que hay que evitar la cosificación. Y lo que sea que eso significa se expande.
Pese a que la hipótesis original del Gobierno es problemática, igual le ha dado impulso a otros saludos a la bandera tan amigables como falaces. Verborrea que también escala.