Siempre que se mencionan las minas antipersonas algún amigo de los estereotipos y las estadísticas humanitarias recuerda que Colombia sigue a Afganistán. La idea es reemplazar cualquier imagen mental que se tenga de un campo minado, por muy mala que sea, por una peor, de arena y barbudos intransigentes.
Tras varias décadas de violencia ininterrumpida, lo de Colombia está más allá de Afganistán. Las minas son una parte importante de la degradación política de las guerrillas, pero no son necesariamente la prueba última de su barbarie. Antes de las minas, lo que hace de Colombia el ejemplo internacional a no seguir es la forma como la guerra se ha ensañado con unos y no con otros.
Encontrar las minas ya existentes para proceder a su eliminación tomará tiempo y recursos requeridos para reparar a las víctimas. Pero ahí no acaban los compromisos del posconflicto. Por ahí apenas si arrancan.
La entrada de las minas a un museo de la memoria o su evocación en un memorial supone como mínimo dos cosas: que hay un acuerdo sobre su no repetición (nunca más, basta ya) y que se conoce a grandes rasgos lo que significa (próximamente significó) su existencia.
En vez de insistir en que hay zonas en las que seguirán minando, las Farc podrían revelar algunas de las más dramáticas discusiones internas derivadas del uso de una estrategia tan violenta y cruel. A su vez, el Gobierno podría comprometerse a no sacarle demasiado provecho político a un arma que alguna vez utilizó gustosamente.
En el contexto de un posconflicto, la verdad histórica que encierran estos objetos no puede ser absoluta. Las minas hacen parte de un paisaje moral ya degradado y degradante. Si las han usado para proteger campos de coca también es cierto que el Gobierno ha inundado civiles con el mismo glifosato que al día de hoy, según la propia Organización Mundial de la Salud, probablemente es cancerígeno.