Las declaraciones sobre homosexualidad con que monseñor Córdoba cerró el año 2011 quedaron impunes. Algunos comentaristas se tomaron la molestia de criticarlas, es cierto, pero en general el tipo mojó prensa con sus ataques al estadounidense que viajó a Colombia a adoptar dos niños.
“Es muy difícil que si yo tengo diabetes y me ponen a vivir en una dulcería, no caiga”, le dijo Córdoba a El Tiempo, con lo que de entrada propuso (o repitió, que ni la creatividad se le abona) lo de la correlación que se supone existe entre pedofilia y homosexualidad.
Después salió con el cuento del desorden de identidad sexual, una categoría caduca que sobrevive en las reprimidas mentes de los hombres de iglesia que por amor al arte (o a Dios, lo que sí debería ser considerado un desorden) se alejan incluso de la masturbación (y en internet sí que hay material sobre el tema: según una página cristiana, cualquiera que se toque experimentará fuertes sentimientos de culpabilidad, depresión, inferioridad y pérdida de fe).
Y para terminar, todo el mensaje del religioso estuvo plagado de referencias a una “psiquiatría universal” que por supuesto no existe ni ha sido autorizada por ninguna revista académica reconocida. Lo que Córdoba afirma, entonces, es lo que en periodismo de opinión se conoce como falacias. Mentiras, si se quiere. Y aun así prensa, radio y televisión acudieron al llamado del prometido escándalo.
Ahora bien, como el tema de la adopción gay será noticia varias veces en el año, que sea esta la oportunidad para preguntar por qué la agresiva posición de monseñor, que incita al odio y es gratuita e injustificada, no ha sido tipificada como discriminación. Si los medios les seguirán haciendo el juego a las posiciones sectarias de la iglesia, que la justicia, entonces, haga lo suyo. Por mucho menos irá gente a la cárcel si se aplica la ley que con tanto esmero impulsó el senador Baena, del MIRA, con un “no racismo, no discriminación, no hostigamiento y no segregación”.
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