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Ya a finales de los ochenta un columnista en prensa gringa escribía que la campaña colombiana contra la marihuana por lo menos cerraba las dudas frente a si era o no eficiente fumigar las montañas: para David Anderson la evidencia demostraba que cuando están frustrados con las fumigaciones, los campesinos plantan otra cosa. Y en efecto: después de la marimba vino la coca. Del paraquat pasamos al glifosato.
Así como las aspersiones de glifosato en el Putumayo caen muchas veces lejos de la mata de coca y envenenan la comida y los animales de los campesinos, es de esperarse que la heroica recomendación del ministro Gaviria tenga un efecto manguera parecido sobre el desmonte gradual de la guerra contra las drogas.
Que su sapiencia y su buen tino se rieguen por todas partes. No fumigar, no ensañarse con campesinos y colonos, no perseguir marihuaneros, no encarcelar consumidores, no respetar procuradores con sotana, no sentir ni lástima por Pastrana tratando de reencaucharse… Si estamos en una historia bíblica de fuerzas oscuras y fichas blancas, como parece creerlo el procurador Ordóñez (que en realidad es más bien grisáceo con beige), que sea esta el arca de la razón. El camino ya lo trazaron otros líderes espirituales que están hoy ausentes, como Carlos Gaviria y Álvaro Camacho: más ética y menos fanatismo religioso.
El norte está claro. El mensaje del ministro de la Salud es una invitación formal a que cambiemos de enfoque y entonemos un “Cesa la horrible noche”. En esta ocasión el sentido común no proviene de unos campesinos en la frontera con Ecuador, de un grupito de hippies, de una recua de progresistas aferrados a algún mayo del 68 o de una universidad de sospechosos libertarios. Tampoco es una carta interna de Los detectives salvajes, aunque ha podido serlo. Bien leída, esta es literatura para cuando estamos desesperados. Y su autor no es otro que el Estado colombiano.
