Muere un torero y los entendidos nos piden que despidamos con reverencias a un gran artista.
En su última columna, Antonio Caballero no sólo le hizo su homenaje al que se ganó la vida matando toros sino que aprovechó para repasar la lección. Una vez más.
Además de juego, el toreo es por sobre todo un arte. O eso dice la columna. Lo que hace al toreo un arte no es que pintores y poetas lo hayan representado en sus trabajos. El toreo, insiste Caballero, “es un arte por cuenta propia”.
Un arte que “no necesita muletas”. Salvo por “ese trapo rojo” que sirve “para seducir y engañar al toro”. O esa espada debidamente escondida (con tanta elegancia) con la que el artista penetra el hígado y los pulmones del toro hasta que vomite sangre.
Llama la atención el ningún respeto que les tiene Caballero a los defensores de los animales. En otro de sus textos dejó planteado que, de tanto mirar animales que hablan en Disney, los niños se hicieron animalistas. Lo escribió en chiste, pero lo dijo en serio. Los animalistas se le antojan demasiado sentimentales. Léase cursis. Infantiles.
Aquí ya estamos, por supuesto, ante el varón que comparte afición con ese otro hombre tan viril que es el procurador.
Y sin embargo es todo lo contrario. Si se trata de artistas habría que mencionar a los que no volvieron a los toros porque no soportaban mirar el espectáculo. Si hay un arte tal vez sea el de no ser capaz de presenciar el sufrimiento de un animal. El arte de no mirar tiene su ética y tiene su estética.
Por lo demás, y si de niños se trata, el inmaduro que exige que le correteen, torturen y maten a un animal para poder divertirse es otro. Además de pontificar sobre el coraje, nuestros reputados cronistas deberían incluir en sus tratados la cobardía. Que bien la conocen.
