Cada cumpleaños del Che Guevara es una oportunidad histórica, un momento decisivo y estratégico para despertar conciencias. También se suelen imprimir sellos, camisetas y vasos plásticos. No falta el que inunda el mercado con algún refrito editorial.
Hace poco se nos anunció la llegada, por supuesto inédita, de unas glosas a sus diarios más discutidos y manoseados de todos: Pasajes de la guerra revolucionaria, que ahora los australianos (Che hay para todos) han bautizado como Diario de un combatiente.
Otros de sus textos, entre tanto, permanecen a la espera de una reedición que permita ahondar en dimensiones menos progresistas del también homofóbico y paternalista Comandante. Ahí están, por ejemplo, los diarios del Che en África, pues su mensaje de redención no solo le fue empaquetado a América Latina. El Che, como Tintin, también llegó al Congo.
Hablar de racismo quizás sea incurrir en una grosera injusticia. O como mínimo, una anacronía. El Che fue un hombre de su tiempo. Los machos alfa de la época no cedían al homosexualismo (un comportamiento aberrado) y estaban, en el caso del Che, metidos de lleno en la religión marxista. Esto es: la valerosa búsqueda de la justicia social, sí, pero también la idea de una revolución que desde Europa le será inculcada a los infantiles y atrasados pueblos del resto del universo.
Si hay algo racista en la forma como el Che se refiere a los habitantes del Congo, a los que tilda de incapaces políticamente, acaso sea su apego al marxismo. El propio Marx, de hecho, celebró que la India fuese conquistada por Inglaterra, por ser esta la mejor forma de acelerar la industrialización requerida para una revolución. Y hasta se escudó en Goethe para que sonara bonito: “¿Quién lamenta los estragos, si los frutos son placeres?”
Igual, no les fue mejor en el Congo con el conservador caricaturista belga, Hergé, en cuyo caso los africanos y los micos son dibujados con el mismo rostro, y el asexuado Tintin se hace cargar (y adorar) cual rey blanco cada que puede. Entre tanto, se les trata como a niños y se les educa, reprime, regaña y hasta obliga a trabajar. En esa misma escena en que Tintin les grita para que arreglen la carrilera del tren, hasta el perro, Milou, opina ladrando que "qué montón de perezosos".
La polémica por el supuesto racismo de Tintin es bien conocida. No hace mucho que llegó, incluso, a innecesarios estrados judiciales, que en nada podrían cambiar la forma como veían el mundo los belgas en los años 30. O los europeos antes de las grandes guerras. O los argentinos que querían que todos fuésemos como los europeos.
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