De la ley de seguridad ciudadana impulsada y felizmente firmada por el presidente Duque se dice que es el equivalente al Estatuto de Seguridad de su admirado Turbay. Algo de eso habrá, pero los tiempos son otros.
Difícil obviar la época en que los desaparecidos eran considerados personas que simplemente no regresaban a sus casas porque en algo andarían metidos. Las políticas de seguridad de la Guerra Fría no consideraban a los supuestos revoltosos parte de la ciudadanía. En tanto que antisociales, que es como se les conocía, merecían su suerte.
Los legados de esa estrategia antisubversiva continuaron con Uribe, como bien lo reclaman las familias de los falsos positivos. Pero más de cuatro décadas han pasado desde el Estatuto de Seguridad de Turbay.
Además de una Constitución garantista que en últimas (y gracias a la Corte Constitucional) será la que le pondrá fin a tanto desmadre, los derechos humanos son parte del diccionario político. La propia derecha nos lo recuerda cada que habla de lo democrático que es el país.
Duque y su equipo tienen claro que los derechos humanos son un cemento institucional innegociable. Sin embargo, hacen un uso estratégico del mismo. Estamos en manos de otro presidente que cuando habla de derechos pone el énfasis en los deberes.
Alzar la voz, disentir, marchar ya no son derechos humanos. Son acciones mal debidas que justifican cualquier reacción policiva, sin importar lo violenta que esta sea.
Ante la protesta social y en nombre de la ciudadanía (el ciudadano de a pie, como lo llama impunemente el impresentable ministro de Justicia), lo que viene es una oleada de autoritarismo.
La respuesta a lo vivido recientemente en el país con la policía y sus desmanes llevó a una malformación de la defensa de los derechos humanos, ahora convertidos en deberes. La ciudadanía de a pie merece respeto si y solo si acurrucada. Además de culpable.
Ni Turbay se atrevió tanto.