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La desaparición de los normalistas en México marca un punto de no retorno. Aun si la práctica de la desaparición forzada sigue su curso, imperturbable, Ayotzinapa será un mojón en la historia mexicana.
Quienes conocen el complicado tema de la desaparición en México no están sorprendidos. Más bien están frustrados con lo tardía que es la indignación colectiva. Que el Gobierno encuentre otras fosas con otros muertos mientras buscan a los normalistas es en efecto una señal explícita de lo lejos que ha llegado la práctica de la desaparición.
Pero de nuevo: lo que escandaliza a algunos investigadores mexicanos no es únicamente que no aparezcan los normalistas. O que la ciudadanía se tarde en reaccionar. La pregunta de fondo que se hacen apunta hacia quiénes eran, entonces, esas personas que aparecieron desaparecidas. La pregunta es, de hecho, doble: ¿quiénes eran esos muertos por los que no doblan las campanas y por qué a nadie le importan?
Dicho de otra manera: ¿cómo es siquiera posible que esos otros desaparecidos hayan podido pasar de agache, sin un costo real para el enorme Estado mexicano? ¿Cuál es, pues, la verdadera historia de los desaparecidos en México? ¿Qué tan puerca fue en realidad la época de la guerra sucia, en los sesenta y setenta?
En el imaginario latinoamericano las categorías del Cono Sur y sus dictaduras pesan mucho. La historia de los desaparecidos en Argentina o en Chile ha irradiado elementos de juicio para el análisis comparativo con otras realidades. La comparación ha llevado, sin embargo, a que se oscurezcan o aminoren elementos propios de algunos países como Colombia y México, que merecerían otro tratamiento.
Por no tener una dictadura tipo Pinochet, el capítulo mexicano de las desapariciones ha quedado entre paréntesis. Por lo menos Ayotzinapa es un lugar de quiebre: las narrativas que la clase política mexicana utiliza para referirse a su democracia ya no serán las mismas.
