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El museo del lugar común

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Nicolás Rodríguez
01 de marzo de 2014 - 03:34 a. m.
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No se ha muerto y ya nos es más extraño que cualquier emperador azteca. Del Chapo Guzmán se ha dicho hasta que era el Osama bin Laden de México. ¿Terrorista? ¿Religioso? ¿Árabe? ¿Barbudo? Cualquier cosa.

Un millonario más rico que todo el que no ha entrado a Forbes. Un empresario más competitivo que cualquier Bill Gates. El creativo que revolucionó el mundo de las drogas para siempre, por encima de cualquier dueño de cartel colombiano. De hecho también es el Pablo Escobar de México. El mago que desaparece en el último minuto. Un pulpo. El mayor coleccionista de animales silvestres. De carros, casas y fincas. De mujeres lindas, algo que nunca falla en la enumeración de propiedades. El más buscado por las autoridades en la historia de la humanidad. Sus túneles no se comparan con nada. Las pirámides aztecas son una ratonera.

El Chapo Guzmán, en fin, no sólo es exótico como dicen. También tiene un poder único, trascendental: es el antihéroe que produce la mayor cantidad de lugares comunes posibles. Un suscitador nato de verborrea, presente en comunicados políticos y noticias latinoamericanas empaquetadas al vacío.

En Culiacán le hacen un multitudinario baile con cantos de apoyo y las autoridades, en respuesta, se aferran al lugar común. El gesto de acompañamiento al Chapo Guzmán supone una legitimidad construida a base de filantropía (más corrupción que violencia, explicarán los sociólogos) y sin embargo no logra quebrar el embrujo oficial: para que la guerra contra las drogas siga su curso anormal, el narco del momento tiene que ser museificado y exhibido como si fuese un felino más de los que el narcotráfico colecciona. Alguien ajeno a la historia humana. Un sobrenatural.

Culiacán, afirmarán desde el museo del lugar común, no es la ciudad más grande de Sinaloa. Es otra Macondo. Y sus habitantes son los más violentos, los más perseguidos, los más atrasados. No están a 100 años de soledad, están a 200.

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