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No importa cuántas veces el narrador de turno diga que nunca antes se había visto algo parecido en la historia, igual uno se emociona con los 100 metros planos.
Ver correr al jamaiquino Usain Bolt es un deleite. Como lo es también recordar la mítica carrera de Ben Johnson en los ochenta. Aun si dopado. De cualquier forma la diversión sigue. Como nunca antes en la historia.
Entre tanto, los que ya no parecen disfrutarlo como antes son los atletas. Les reparten condones porque todos quieren acostarse con ellos durante los Olímpicos, sí, pero arrastran vidas extrañas. Algunos, como el nadador estadounidense Michael Phelps, han pasado más tiempo mojados que secos. Y cuando por fin salen de la piscina, el mundo entero se lamenta porque fuman marihuana. Como en el dicho, se espera que fumen debajo del agua.
Otros no logran el tiempo suficiente que los califique para la casa que asignará algún gobierno. Atrás quedó, es claro, que lo importante era participar. Hoy por hoy el que no gana medalla no existe. La prensa hace lo que puede, con uno que otro perfil, pero no califican para llamada presidencial.
Y muchos más, para vergüenza de todos los amantes del deporte, pierden algún tipo de movilidad. El deporte “de alto rendimiento”, que es como le dicen con cinismo los doctores, simplemente no es bueno para la salud. No hay cuerpo que soporte el eufemismo del alto rendimiento sin cuanta ayuda sea posible imaginar. Lo del dopaje, a fin de cuentas, está sobrevalorado.
Y como colofón de todo lo presentado, en la villa olímpica, de paso, los atletas se infringen dolor y la gente aplaude (hamburguesa McDonalds y Coca Cola en mano, pues los tiempos apremian y no hay espacio para consideraciones ñoñas sobre la coherencia del patrocinio).
No será el deporte el nuevo opio del pueblo, como lo plantean los más fatalistas, pero con seguridad que hay en él más de circo que de deporte.
