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No será el tema de mayor resonancia en momentos tan definitivos como el de mañana, pero la suerte del oso que fue cercenado en Nariño y cuya garra le fue enviada en una bolsa a las directivas de Parques Nacionales es también, a su manera, una cruda estampa del posconflicto.
Para el caso que fuese un unicornio, una especie en vía de extinción o un bicho tan adorable como un oso, cualquier tipo de oso (y este además tenía anteojos) viene a lo mismo. Se llamaba Yogui, dicen, y eso también es anecdótico.
Ni siquiera es tan claro que la culpa deba recaer en la totalidad del gremio de los ganaderos, como ya se ha generalizado dadas sus amenazas y posturas. O como también se infiere de las palabras proféticas y desafortunadas de Paloma Valencia: que el oso que mordió en Cauca a una vaca debe pagarle con lo que pueda a los ganaderos, o atenerse a las consecuencias.
En la historia de la ganadería y la conversión de bosques en potreros los historiadores especialistas tampoco han llegado, por fortuna, a ningún acuerdo que los convierta a todos en irremediablemente malvados, violentos, usurpadores y paracos. Razón tienen lo vegetarianos, además, en advertir que la vaca defendida por sobre el oso va a dar a una jugosa y tierna hamburguesería. No se llamará Yogui, pero algún nombre tendrá.
De la doble moral los que sí escapan son los encargados de la puesta en escena del horror. Los mismos que enviaron al pobre oso Yogui en pedazos. Y que amenazaron con seguir en lo mismo. Ahí no hay espacio para las falsedades. La interpretación es una: trozar animales y meter miedo con la imagen de su cuerpo degollado remite al imaginario colectivo del pánico y la desazón originado en historias personales de violencia.
Humanizar al oso Yogui para poder barbarizarlo es un acto de guerra.
