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PARA MUCHOS DE LOS QUE NACIMOS en los ochentas, o después, el único tiempo que nos es posible habitar es el presente. En él confluyen, por igual, pasado y futuro. Suena a cuento chimbo, de relojero, pero es más sencillo de lo que parece.
Hay quienes lo llaman “presentismo”. Un fenómeno bastante discutido desde que cayó el muro de Berlín, en 1989, y el mundo entró en otra relación con el tiempo. Una en la que el futuro perdió su capacidad para guiar el presente, con promesas, hacia una historia de revoluciones y utopías.
Estábamos en ésas, según entendidos como el historiador Francois Hartog, desde que en 1789 la Revolución Francesa partió la historia en dos y llevó a que la humanidad mirara exclusivamente hacia el futuro. Del pasado, en ese entonces, ya nadie quería hablar.
Antes de eso, por el contrario, el pasado era la fuente inagotable de enseñanzas. El presente dependía por completo de la necesidad de escudriñar en el pasado aquello que era motivo de réplica. Las miradas y los aplausos, es obvio, eran para Cristo: el insuperable y en quien todo inicia.
Pues bien, ahora las cosas son diferentes. El que ilumina el presente no es el pasado (¿quién va a misa?), tampoco el futuro (¿quién cree en la revolución cubana?). Es el mismo presente, que todo lo contiene. Del pasado podemos decir que no pasó. Ahí están el deber de recordar y la omnipresencia de la memoria, así como el principio mismo de la imprescriptibilidad, que convierte al asesino de Galán en nuestro contemporáneo. Y ocurre igual con el futuro, antes radiante y hoy tan amenazante. Por miedo y culpa ante los cataclismos ecológicos, desde ya les debemos a los que no han nacido y a los que están por nacer. Vivimos el futuro.
Estamos, pues, atrapados en el “presentismo”, entre la responsabilidad hacia los unos y la precaución ante los otros. Y nos gobierna, además, la inmediatez.
