Si algún mal día en el futuro lejano la imagen del procurador Alejandro Ordóñez es incluida en algún billete (al que inevitablemente le dibujarán en esfero colmillitos y orejas de burro), que lo sea para recordarnos lo difícil que fue sacar adelante un proceso de paz sin la ayuda de la propia institucionalidad.
O que lo sea, por lo menos, como digno representante de la política en el siglo XIX.
Tiene razón Humberto de la Calle cuando afirma que en temas de justicia una nueva sensibilidad impide pasar por encima de las víctimas. Antes de ser un mecanismo transitorio de justicia, la justicia transicional supone una revolución en el ámbito de los valores. Esos que tanto predica el procurador, pero en los que —por supuesto— es incapaz de creer, atado como está al universo moral de la Constitución de 1886.
Por el lado del cambio en las sensibilidades la figura de la víctima es mucho más que un concepto jurídico. Las víctimas son una realidad moral que no fue considerada ni siquiera en las negociaciones de paz de la década del 80. El procurador pretende defenderlas cuando se opone a lo que ocurre en La Habana, pero después aparece proponiendo una amnistía para todos los actores armados, pensada a la medida de los delitos de sus amigos militares. A esa aberración del derecho penal internacional anterior a cualquier dictadura latinoamericana (anterior a cualquier Pinochet) quiere que le digamos “amnistía amplia y general”.
Una cosa es hacer política abiertamente. Y otra hacer política desde lo público. Ordóñez, nuestro desbocado procurador general, les jala a las dos. No se limita en nada: neutraliza adversarios políticos con sus temidas investigaciones e interviene con tono partidista en temas que por definición y decoro le están vedados a un servidor público. No conoce la ley y tampoco la historia, pero quiere ser presidente: con Ordóñez, en vez de entrar al posconflicto, vuelve la regeneración.
