Ser el lugar que más víctimas ha reparado en la historia, como tanto se repite desde el Gobierno por estos días, es una forma de darse aires por algo que llega tarde y que nadie, ni siquiera el Estado que lo impulsa, debería portar como suyo.
Reparar no es un regalo. Tampoco caridad. La obligación moral de reparar no debería tener bandera ni himno. Los colores políticos aglutinan, ordenan y embellecen con sus formas: los verdes, los rojos, los amarillos, los azules. A su manera, todos los partidos quieren con las víctimas. Pero los colores también dividen. Manchan. Por muy inmaculada que sea la paz, el blanco sigue siendo un color.
Sacar pecho y gritar en lengua internacional que ahí viene el país de las miles de víctimas que ya fueron reparadas puede leerse, en un afán publicitario, como que Colombia es una potencia mundial en víctimas. Aquello de lo que se está haciendo alarde con bombos, platillos y hasta realeza invitada también es la confesión pública de un fracaso estrepitoso. Convendría pasar con delicadeza inglesa del orgullo al pudor.
La visita del príncipe de Gales a Colombia es un guiño al proceso de paz. Cualquiera que sea su aporte en guayos de rugby, el gesto es bienvenido. Entregarle un bastón de mando al príncipe de un país colonizador es un regalo algo cruel que de pronto se ha podido evitar. Si de medio ambiente se trataba la visita, antes de manosearles otro bastón el príncipe ha podido sentarse a hablar de minería e hidrocarburos directamente con los mamos.
Pero lo que más desentona es el tour que le dieron a la realeza por entre algunas víctimas del conflicto armado, en un plan cuasi turístico, digno de un museo imperial de historia natural. Gobernar “en nombre de las víctimas” y querer sacar todo el provecho de esa situación se confunde por momentos con gobernar, pura y simplemente, “a las víctimas”.
