Tenía razón el periódico La República cuando cubrió la segunda inauguración del túnel de La Línea (ya Uribe se le había adelantado al que dijo Uribe, al hacerse aplaudir en el 2008 con una obra inconclusa). Esta era, según las proféticas páginas de La República, “la obra más representativa de la ingeniería colombiana”.
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Una obra costosa y, según sus peores críticos, mal diseñada, pésimamente adjudicada y peor ejecutada. Pero, sobre todo, una obra por terminar y ya cerrada al tráfico convencional. Además de inaugurada dos veces y por inaugurar otras tantas (tiene un solo carril, para pensar en grande lo que sigue).
El viejo sueño de una conexión expedita del oriente con el occidente, de Bogotá con el Eje Cafetero, de los Llanos con Cali y Buenaventura, de Boyacá y Santander con la costa Pacífica es también una plataforma reproductora de egos y vanidades. No habían terminado los preparativos para la segunda inauguración de los trabajos inconclusos y ya se podía visitar el busto “al ingeniero de los grandes proyectos y de la Colombia profunda”, el mismísimo Andrés Uriel Gallego. El que también dijo Uribe que debía perpetuarse como ministro de Transporte.
En palabras de Iván Duque, durante su propia inauguración de lo incompleto, este es “el túnel de la resiliencia y del temple para salir adelante”. Como en el caso de La República: atinado el presidente. Incluso poético e inspirador. Tanto, que se animó a homenajearse con un buen muro del tamaño de la montaña en el que inscribió su nombre en letras magnánimas. Duque contra la naturaleza.
El túnel de La Línea no conecta todavía lo que se nos vendió caro, pero lleva y trae oportunidades para los políticos obsesionados con esculpir gratis sus rostros y nombres para la posteridad. Hacerse festejar por trabajos pendientes: esa sí que es una obra representativa de las inseguridades de los políticos. Una obra triste.