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Si se impone la corajuda voluntad de nuestros reformistas, en las próximas elecciones el ganador no será el voto en blanco.
Como lo soñó Saramago. O la abstención, que siempre lidera. Ni tan siquiera el voto nulo, que se esforzó y no lo hizo nada mal en las elecciones presidenciales. En adelante (aunque sea hacia atrás: perder es votar un poco) la nueva tendencia política que arrasará es el voto obligatorio.
Le llaman reforma política. Y hasta equilibrio de poderes. En boca de los Roy Barreras de siempre, el voto obligatorio mejorará el tema de la compra de votos (léase: la hará obligatoria). El voto obligatorio ensanchará nuestra democracia. Cambiará nuestras costumbres electorales. Nos hará mejores ciudadanos (de manera transitoria, claro, ya que el voto sería obligatorio por tres períodos únicamente).
El voto obligatorio, ha dicho Vivian Morales desde un liberalismo que ahora promueve gustosamente prohibiciones, tiene que ver con los deberes y las responsabilidades. El deber cristiano del voto, supone uno. Y la responsabilidad entre disciplinados hermanos. De nuevo: el buen ciudadano. El ciudadano que reza y vota. El ciudadano-rebaño. Con algo de inspiración divina y en la reglamentación final permiten votar en la propia iglesia.
Para Paloma Valencia, el voto obligatorio le da legitimidad a la democracia. El voto obligatorio sería necesario para que no haga carrera, como ha hecho carrera en el partido político que la llevó al Congreso, que la democracia es ilegítima. Cosas del Centro Democrático. En donde Uribe es lo obligatorio, el voto y la urna.
El voto obligatorio, en fin, es una reforma que los que impulsan desean por razones que no siempre son claras. Porque la paz requiere votos. Y los pastores también. Los de las iglesias y los de Uribe. Es una reforma, dijéramos, en nombre propio. Una reforma política que promete el cambio sin alterar a los políticos. O a la política. Una reforma para mantener lo reformable. Para avanzar con fuerza hacia atrás.
