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RAROS SON LOS CASOS DE JÓVENES idealistas que mochila al hombro salen al terreno a ver con qué se encuentran.
Ya no circulan por ahí para poner a prueba tanta teoría adquirida en la esterilidad del laboratorio y el mutismo de toda biblioteca. La investigación les está prohibida.
Igual debe haberlos, seguro, pero los riesgos ya no son los de antes. Hoy por hoy el que se atreve a cumplir con el trabajo de campo requerido para la buena práctica de la geografía o la antropología, se juega mucho más que la posibilidad de una tesis laureada. Se juega la vida misma, como ocurrió recientemente con la pareja de universitarios asesinados en San Bernardo del Viento.
En esta oportunidad se perdieron dos biólogos. Pero han podido ser arqueólogos, trabajadores sociales, geólogos, sociólogos, incluso médicos. Los violentos no saben de excepciones. Así, el país se ha convertido en un campo minado para la investigación social y científica. Puede que nadie lo haya calculado, pero el lucro científico cesante tiene que ser enorme tras décadas de investigaciones que se hicieron a medias. O que nunca se hicieron.
Otras eran las épocas en las que los investigadores se internaban en el monte. Ahora el monte es para los guerrilleros. Y las playas, por lo visto, para los paramilitares. Igual ocurre con algunos barrios y comunas. Las fronteras mismas permanecen desatendidas, el peligro las ronda. La academia está más encerrada que nunca. Ni siquiera hay libertad en la escogencia de los temas. Se nos repite una y otra vez que somos un país minero, pero de esmeraldas sí que no se puede hablar. Tampoco de tierras.
En fin, el de la investigación en medio de la guerra es un debate pendiente, por mucho tiempo aplazado. De muy poco sirve que las miradas se posen en la elitista reacción del Gobierno ante el asesinato de los dos estudiantes uniandinos. Murieron dos jóvenes que querían ser biólogos, ese ya es motivo suficiente de reflexión.
