El Artículo 49 de la Convención Única de Estupefaciente de 1961 le exige a los Estados –como quien se le queja de una falta de comportamiento cualquiera– que prohíban los usos de la hoja de coca. ¿Cuánto tiempo después? “Dentro de los 25 años siguientes a la entrada en vigor”.
Llegado 1986, se suponía que todo uso tradicional de la coca debía estar aniquilado. ¿Dónde? Pues en “el mundo”. Después de todo se trataba de las Naciones Unidísimas. Y no solo la coca y su masticación, que ya eran prueba de degeneración moral. El uso del opio también. O la marihuana en ciertas regiones, lo cual se tradujo en persecución por todas partes.
Vencido el plazo, la coca no dejó de existir, como era de esperarse. Pero la prohibición continúa. Cuando se habla de guerra contra las drogas sería bueno que se repitiera lo obvio: se trata de una guerra, en realidad, contra la planta. Y las plantas no están solas. Una guerra, mejor, contra ecosistemas enteros, circundantes. Un llamado de guerra contra la naturaleza, si se quiere. La naturaleza, desde entonces, como criminal. Criminalizada.
Abierta la puerta al desmadre, el Plan Colombia, que arranca en 1999 y el 2000, era apenas esperable. Suspendida la erradicación con glifosato desde el 2015, al día de hoy no conocemos cuánto fue asperjado, ni con qué exactamente (la fórmula secreta y su concentración siguen siendo un secreto). Los dueños de la geografía satelital de las fumigaciones nos ofrecen, generosos ellos, alguna ilustración de la envergadura del desastre que siguen promoviendo como un esfuerzo de aplaudir.
Que vuelva entonces el glifosato durante esta administración, aún y si terrestre, es obviar el deseo impuesto y aprendido de la erradicación. En vez de hablar de reparaciones, como si la Comisión de la Verdad y la justicia transicional no hubiesen aprendido a escuchar testimonios varios, humanos y no humanos, para sugerir que en Colombia hubo un ecocidio.