Bienvenida la nominación al Premio Nobel de la Paz. Uno más.
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Que el aplauso provenga de un diputado ecologista noruego, como lo tituló la prensa, parecería aún más meritorio. Con la paz todos estamos. Y si la palmadita proviene de un verde histórico, en épocas de ecología política, mejor aún.
Bastante se ha esforzado el presidente para ligar lo uno con lo otro. A veces, sin fundamento, como cuando pasa de Palestina y las raíces históricas de su conflicto con Israel a las migraciones por el cambio climático. En otras ocasiones, con mucha razón, como cuando insiste en la responsabilidad económica que tiene el norte en la reparación ambiental de los países del sur. Los países con altas emisiones, incluidos Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido, son particularmente responsables del cambio climático y deben cambiar de rumbo para abordar la desigualdad de la política climática actual.
Cualquiera sea el caso, así funcionan las narrativas exitosas. De repente lo que era inconexo y difícil de digerir cobra un sentido. Los posibles premios pavimentan los lapsus. Tapan los huecos. Legitiman.
Con el reconocimiento surgen las dudas. Gobernar para los de afuera no es una novedad. Al propio Duque se le criticó que gobernara a dos bandas. Como se recordará, una agenda liberal y progresista, respetuosa de los derechos humanos, le fue vendida a Washington y a la ONU. Mientras tanto, el tejemaneje criollo iba de uribismo a rajatabla con bombardeos militares a civiles y jugaditas de congresistas que rayaban en la dictadura.
Petro ha tomado serias distancias de la gobernabilidad a bala practicada por Duque y el uribismo en general. Solo por eso ya habrá valido la pena su presidencia. Pero el culto a la personalidad, la alegría con las falsas promesas, el enamoramiento de sí mismo parecerían copiados de sus antecesores. Se oyen cantos de sirena. Lo que se hace y dice afuera no coordina con el despelote interno.
“Inspiración para el mundo”, afirma el amigo noruego.