Según el profesor estadounidense Steven Levitsky y quienes participan de las discusiones sobre el ocaso de las democracias y los regímenes liberales hay una figura que ni es perro ni es gato: el autoritarismo competitivo. Aplica para los casos en que las elecciones políticas existen pero la manipulación es notoria. Desde Putin hasta Chávez y Fujimori, pasando por la Turquía de Erdoğan.
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Sobre la escogencia de los casos de estudio entre comparatistas suele haber debates igualmente relevantes que cuestionan los puntos ciegos, los sesgos y prejuicios desde donde arrancan las premisas. Por lo general, la clasificación de autoritarismo competitivo se le reserva a determinadas áreas del sur global. Difícil imaginar que semejante etiqueta pudiese ser empleada para pensar casos tan notables y supuestamente excepcionales como el de los Estados Unidos.
Pero ahí estamos. La segunda administración de Trump ha sido tan autoritaria como pocas repúblicas bananeras (para emplear otra de las categorías comparativistas típicamente gringas). El uso de las instituciones para atacar y castigar críticos es ahora la norma, y cuerpos partidistas patrullan las calles encapuchados y a la luz del día. Es más, no hay problema alguno con perseguir y amedrentar firmas de abogados, activistas, universidades y medios de comunicación.
Tan es así que el propio Levitsky, que ya había advertido sobre los impulsos autoritarios del agente naranja y que no es un radical ni mucho menos un practicante de la cultura woke, acepta abiertamente que Estados Unidos cruzó la línea y entró al clan.
No deberíamos requerir tanto permiso conceptual para aceptar lo obvio, pero bajo Trump los Estados Unidos son un nuevo caso de estudio para la politología comparada. Es la misma democracia sin compás ético alguno que, bajo el gobierno republicano de un presidente popular y enredado a más no poder en cuanta querella judicial es posible imaginar, insiste en esgrimir el poder político y moral de descertificar a Colombia.