De la comentada entrevista al profesor Eduardo Pizarro publicada por la revista Cambio Colombia, destaca una frase: “Voy a plantear algo que es muy impopular: creo que hay que revivir el glifosato”.
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Mucho más que una posición poco grata para los que han sobrevivido para contarlo, la opinión del experto en temas de conflicto armado y seguridad fue un bálsamo para los que sueñan con el regreso de las avionetas (Paloma Valencia no tardó en trinar: “Es necesario abrir las llaves del glifosato”).
Preocupa que en la voz pausada y académica de un reconocido investigador todavía queden dudas sobre la idoneidad estratégica del glifosato y sus impactos sociales y ambientales. Más allá del debate político al que quizás se refiere Pizarro cuando habla de “impopularidad”, en los informes de la Comisión de la Verdad la aspersión sale pésimamente mal librada.
En algunos de los macrocasos de la JEP (el Caso 02, por ejemplo, que prioriza la situación territorial en Nariño) la naturaleza y los territorios también son considerados víctimas de las acciones violentas de los grupos armados y de la política de seguridad del Estado colombiano. Para que haya justicia en los espacios territoriales de campesinos y comunidades afros e indígenas, la popularidad de lo que se discute en Bogotá ya no es una métrica aceptable.
Priman otras formas de pensar los ríos, las montañas, los manglares y las selvas que valdría la pena incorporar en el diccionario político de los analistas y expertos en seguridad. Criticar la política de paz de Petro por improvisada, como lo hizo con buenos argumentos Pizarro, y al mismo tiempo pedir que llueva glifosato es como mínimo bastante extraño. Como si la paz, para ser total, requiriera exterminio.
Es más, el caso colombiano es ya un referente de presión para que el ecocidio que supone la aspersión de territorios con glifosato sea considerado un crimen internacional en La Haya y su Corte Penal Internacional.