A José Félix Lafaurie el proceso de paz le pasó por encima. Escribió en Twitter: “Las Farc se nos están metiendo al rancho. Ahora quieren participación política en el Senado.
¡Era de esperarse!”. Y pues sí: era de esperarse. También lo era la reacción de la derecha colombiana, felizmente acostumbrada a considerar que la política es una extensión más de su hato, de su ganadería, de su rancho.
Desafortunadamente no hay que meterse al rancho de los uribistas para encontrar serias resistencias frente a la inclusión de los desmovilizados de la guerrilla al sistema político. Al margen de las palomas y los voladores, entre los amigos de la paz es posible encontrar el mismo tono de indignación de Lafaurie. El “¡era de esperarse!” (el “¡habrase visto!”).
Sin embargo, la participación política de las Farc es el sentido mismo del proceso de paz. De lo contrario, habremos llegado tarde a donde no pasaba nada…
Como lo dijo Humberto de la Calle, el propósito del acuerdo es ponerle fin al uso de las armas. Lo que se decida en materia de participación política, entre tanto, debe ser objeto de alguna reflexión ciudadana. Se ha hablado de curules directas y transitorias para las Farc, adicionales a las que ya existen en el Congreso. ¿Cuántas? ¿Cinco? ¿Nueve? Es lo que precisa una discusión al nivel de los politólogos y demás conocedores de la complejidad del sistema electoral colombiano. ¿Cuánto tiempo dura el tránsito de las armas a la política? ¿Habrá circunscripciones especiales? ¿Cómo sería el tarjetón de la paz?
Siempre que los argumentos de base para toda la ciencia detrás estén bien informados, no hay espacio para las encuestas suicidas. Entregarle el futuro de la participación política a las estadísticas de favorabilidad hacia el grupo guerrillero es un escenario Brexit. La pregunta no es si las Farc deben o no participar en política, como quisiera Lafaurie y lo están vendiendo algunos medios, sino cómo y en qué condiciones.