El añorado replanteamiento de la lucha contra las drogas ante las Naciones Unidas se hizo en medio de una serie de discursos más o menos predecibles.
El tono de la discusión ya venía encapsulado en la nota simpaticona que firmaron los chicos malos con conciencia política de buenos: un Sting, un Michael Douglas, un Gael García, cualquier embajador del Burning Man (el propio Bernie Sanders).
El discurso del presidente Santos la emprendió contra las legislaciones de los países que avalan la pena de muerte (en Indonesia fusilan ante pelotón al que trafica) y abogó por un enfoque de derechos humanos que permita continuar con el avance hacia un cambio real de paradigma en la lucha contra las drogas. Fue al grano y dijo lo que se esperaba, dado el proceso de paz con la guerrilla y el activo rol que les ha sido asignado en el desmantelamiento del narcotráfico. Pero no mucho más.
El presidente de México, Enrique Peña Nieto, no se salió de la línea trazada. Habló de aumentar la dosis de marihuana que se presume de uso personal, con lo que algún respiro recibirá la población encarcelada por tan poco. Y saltó al ruedo del uso medicinal de la marihuana con un retraso de un par de siglos (en un país como México, cuya botánica indígena probablemente llevó al descubrimiento y el cultivo del potencial psicoactivo del cáñamo que introdujeron los españoles en América).
La ministra de Relaciones Exteriores de Venezuela, a su vez, recitó la consigna de las drogas como un problema de salud pública, convertida en una frase de servilleta. Aprovechó también para afirmar que en la revolución no hay tráfico, no se consume y no se producen drogas (solo le faltó afirmar que “sí se puede” y que Venezuela ya es el país sin drogas que soñaron los señores de la Naciones Unidas unas décadas atrás).
