Pobre Álvaro Uribe: no había acabado de emprenderla contra Cuba y sus espías, al mejor estilo de cualquier novelón rosa, cuando ya se hacía tarde hasta para su trasnochada paranoia.
Ahora, Estados Unidos y Cuba han pasado al restablecimiento histórico de las relaciones diplomáticas. Y el propio papa Francisco celebra la reconciliación latinoamericana. El mundo que conocía Uribe, la vieja hacienda de manual en la que el comunismo y los masones eran la amenaza, ya no tiene ningún sentido por fuera del cine de bajo presupuesto.
El senador se quedó atrapado en una máquina del tiempo sin frenos ni palanquita de cambios, convertido en una suerte de astronauta acostumbrado a hablar en solitario de día y de noche. O de tierna cotorra que repite frases de cajón sin verbos ni estructura gramatical.
La triste paradoja de toda la escena es que el expresidente es el último y gran interesado en la idea de la ideología, su mayor obsesión. Uribe aprendió a hablar políticamente en el mismo lenguaje que lamenta y maldice. Todo lo terminado en ideología aprendió a conjugarlo. Su bilingüismo es casi tan obsoleto como cualquier esperanto. Vale más hablar orco o elfo.
Por lo demás, ni siquiera las Farc parecen tan decididas a extinguirse por falta de uso sin algún nivel de actualización. Pedir perdón por los hechos de Bojayá da cuenta de un cambio sustancial en sus desvergonzadas y más bien cínicas maneras. Lo mismo puede decirse del surreal acontecimiento con el general secuestrado, que en medio de todo lo malo fue bastante bien resuelto. O del cese al fuego unilateral, interpretado por Uribe desde una ideología caduca y predecible. Para una traducción de muy baja calidad.
Del viaje a la Guerra Fría parece que el gran colombiano del History Channel ya no volverá. Como le pasó a Laika, la perrita que conoció el espacio pero no regresó para ladrarlo.